jueves, febrero 15, 2007

Prohibido tener una vida normal

Nicole Saffie

Rebelión


Sundus es palestina, pero vive en Alemania. Decidió dejar su tierra y su familia en búsqueda de un futuro mejor. Recién salida del colegio tuvo que aprender alemán y superar no pocas dificultades. Pero ha salido adelante y con bastante éxito. El año pasado vino a Chile, donde la conocí, para hacer su tesis sobre la inmigración árabe en América Latina y especialmente en este país, donde se encuentra la mayor comunidad palestina fuera de Medio Oriente. Luego regresó para terminar su carrera y planificar su matrimonio con su novio alemán.

Pensé que todo iba bien en su vida hasta que “conversé” con ella a través del Messenger. Me contó que aunque le había ido bastante bien en su tesis, no pudo empezar el Master que pensaba hacer. Le faltaba el dinero, por lo que decidió ponerse a trabajar. Sin embargo, eso implicó perder su visa de estudiante y, mientras no lleguen sus papeles, está como ilegal; “y tú sabes cómo son las cosas allá en Palestina”, me dijo apesadumbrada. Por si el mal rato no fuera suficiente, mientras no regularice su situación no puede conseguir un trabajo, ni tampoco casarse. Es decir, volvió a perder el derecho, a mi juicio, más básico de todos: Poder tener una vida normal.

“Nunca he sido más feliz que en Chile”, me dijo. Y entonces pensé lo injusta que es la vida. Para los descendientes de palestinos que vivimos aquí las cosas son relativamente sencillas. No quiero decir que no hemos tenido dificultades, especialmente la primera generación de inmigrantes. Pero vivimos tranquilos, como cualquier otro ciudadano. Sin embargo, ¿por qué será que los palestinos, aquellos que soportan o tratan de escapar de los rigores que sufren en los territorios ocupados, no pueden tener una vida como la de todo el mundo?

Es como si el ser palestino fuera una pesada carga que hay que llevar, donde quiera que se vaya. Basta con tomar en cuenta alguna de las tantas restricciones que deben soportar aquellos que viven en la Franja de Gaza o Cisjordania. Y no hablo de las más evidentes, como los toques de queda, los check points o el muro, sino de aquellas más imperceptibles. Ésas que poco a poco van haciendo la vida cada vez más insoportable.

Un ejemplo, entre muchos, es la Ley de Ciudadanía y Entrada a Israel, que prohíbe a los israelíes casados con palestinos de los territorios ocupados, vivir con sus cónyuges en Israel. Legislación que, en la práctica, obliga a las personas a tomar la difícil decisión de irse a vivir a otra parte, dejando familia, trabajo y amigos. O, incluso, optar por quedarse a vivir en forma ilegal, con todas las complicaciones que esto conlleva. Otros deben dejar a sus hijos y cónyuge; o quienes aún son solteros, tienen que preguntar la nacionalidad antes de pensar en enamorarse.

También está el caso de las 72 mil personas -40 mil con pasaporte extranjero- a quienes se les impide vivir junto a sus familias en los propios territorios ocupados. ¿La razón? Una simple arbitrariedad de Israel. Incluso Washington presentó una protesta formal ante el gobierno israelí, ya que a miles de estadounidenses de origen palestino se les veta la entrada a Cisjordania y Franja de Gaza. Pero ni si quiera esto ha dado resultado.

Y para qué hablar de las restricciones de movimiento, como el no poder utilizar las carreteras para colonos israelíes, teniendo que transitar por polvorientos caminos de tierra, tardando varias horas en recorridos que en circunstancias normales llevarían sólo unos minutos. O la última prohibición de la cual tengo noticia, que impide a los extranjeros llevar a palestinos en sus automóviles, de manera de limitar aún más su ya mínima libertad de movimiento.

Y, pese a todo, los palestinos siguen viviendo, intentando dar una apariencia de normalidad a su vida cotidiana. Ésa es, sin duda, su mayor fortaleza, lo que los hace mantenerse vivos, pese a todo.

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